sobrepeso-y-covid-19

Las informaciones que estamos recibiendo sobre los hábitos alimentarios que ha tenido la población durante estos más de dos meses de confinamiento generan cierta preocupación. Exceso de harinas, azúcares refinados, comidas preparadas y picoteos frecuentes, y todo ello sumado a una notable reducción de la actividad física que por motivos evidentes hemos tenido que realizar durante algo más de sesenta días. Y digo que genera cierta preocupación porque según los últimos estudios que se están realizando sobre la virulencia y letalidad de la COVID-19, el sobrepeso y la obesidad juegan un papel fundamental en la evolución del proceso.

No dudamos en ponernos mascarillas al salir a la calle, desinfectamos nuestras manos con frecuencia, mantenemos la distancia de seguridad al caminar y en espacios cerrados, y hasta hemos aprendido cómo toser y estornudar para evitar ser contagiosos. Gracias a todas estas medidas, parece que lo estamos consiguiendo. Pero resulta llamativo todo esto si, luego, el centro operativo donde puede actuar el virus, nuestro propio cuerpo, lo tenemos abandonado y lo convertimos en un campo de cultivo idóneo para que el virus haga de las suyas fácilmente: falta de horas de sueño, alimentación excesiva y poco nutritiva, excesos de grasas y azúcares refinados, no realizar ningún tipo de actividad física o el estrés crónico de la vida diaria conducen progresivamente al aumento de peso, debilitamiento del sistema inmunológico e incremento del riesgo de enfermedades metabólicas e INFECCIOSAS.

Mucho se ha estado discutiendo sobre la virulencia de este coronavirus y por qué en algunas personas la infección evolucionaba con un curso más agresivo, mientras que en otras prácticamente pasaba desapercibida. Según los últimos estudios publicados, los factores de riesgo más determinantes en la evolución de un curso más agresivo de la enfermedad serían la edad, diabetes, ser fumador, presentar enfermedad respiratoria previa, enfermedad cardiovascular y el sobrepeso u obesidad, siendo la edad el principal indicador de mortalidad. Se está sabiendo, además, que un IMC mayor a 35 es el principal indicador de gravedad, especialmente si asocia azúcar elevado en sangre o diabetes.

La obesidad debilita el sistema inmunológico

De sobra es sabido que la OBESIDAD es una enfermedad que no se limita simplemente a un problema estético por aumento de peso, sino que el acúmulo excesivo de grasa alrededor de las vísceras y en la cavidad abdominal la convierten en grasa “tóxica” y empieza a liberar sustancias especiales que ponen en alerta a nuestro sistema inmunológico, alterándolo, debilitándolo y generando un estado oxidativo inflamatario crónico. Es por ello que el paciente con obesidad o aumento de grasa abdominal es más vulnerable a una infección por el COVID-19.

Desde un punto de vista mecánico, el aumento de peso, especialmente por aumento del perímetro abdominal, reduce los movimiento respiratorios y compromete la capacidad ventilatoria pulmonar, situación que se ve agravada con el paciente tumbado, como sucede en la cama de un hospital. Y, de hecho, se ha observado que la necesidad de ventilación mecánica en los pacientes ingresados por COVID-19 aumentaba a medida que aumentaba el grado de obesidad, empeorando con ello el pronóstico a largo plazo.

Otra de las complicaciones asociadas al descenso de la ventilación pulmonar es que estos pacientes obesos eliminan el virus más lentamente, asocian una mayor cantidad de virus exhalado y aumenta con ello la capacidad de contagio.  A esto se añade que son más propensos a tener infecciones respiratorias que pudieran complicar una infección previa por coronavirus si la hubiera.

Por tanto, cada vez se tienen más datos que correlacionan la incidencia y gravedad de la infección de COVID-19 en los pacientes con sobrepeso, recordándonos que la obesidad es un importante factor de riesgo para el desarrollo de un importante número de enfermedades metabólicas, como la hipertensión arterial, la diabetes, osteoartrosis, enfermedades cardiovasculares, dislipemias e incluso cáncer. Es decir, que tenemos que tomárnoslo muy en serio y consultar con un profesional endocrino que evalúe nuestra composición corporal y nos plantee el tratamiento dietético más ajustado a nuestras necesidades personales para conseguir alcanzar el peso saludable.

Cómo saber cuál es nuestro peso saludable

Para saber si estamos en un intervalo de peso saludable, en casa podemos hacer una primera valoración, utilizando una simple báscula y aplicando la fórmula del cálculo del Índice de Masa Corporal (IMC) (peso en kg /talla m2).

  • Un IMC superior a 25 indicaría sobrepeso.
  • Por encima de 30 ya estaríamos hablando de obesidad.

El problema de esta medida es que es limitada y no da información del porcentaje de grasa acumulada. De esta manera, si el exceso de peso no es por un porcentaje de grasa elevado, sino que es de masa muscular, estaríamos haciendo una interpretación errónea del resultado y asumiríamos que tenemos que adelgazar cuando, en realidad, estamos en  un peso adecuado. Por eso, es conveniente completar esta información con la ayuda de otras herramientas también sencillas, como la medida del perímetro abdominal. Especialmente, sabiendo que el aumento de grasa en esta localización es la que se asocia a un incremento del riesgo de hipertensión, diabetes, cáncer o enfermedad cardiovascular.

La medida hay que hacerla a la altura del ombligo y rodearía el perímetro abdominal. Incrementa el riesgo de desarrollar todas estas enfermedades, incluida la COVID-19, un valor por encima de:

  • 108 en varones
  • 88 en las mujeres
Cómo determinar la dieta adecuada

Si detectamos que ya estamos en sobrepeso u obesidad, es el momento de ponernos en marcha con la ayuda de un especialista y que nos oriente con la dieta más adecuada. Una opción sería realizar un régimen tradicional hipocalórico que consistirá en una reducción global de las calorías que ingerimos en el día, aportando menos energía de la que estamos necesitando y forzando con ello la utilización de las reservas de glucógeno y de grasa. No se suprime en especial ningún alimento y la pérdida de peso es lenta y generalizada, es decir, el cuerpo no selecciona de donde pierde peso. No adelgaza más la tripa que la cara.

Resulta especialmente interesante la dieta hipocalórica cetogénica, siempre que sea controlada por un médico endocrino y aportando los suplementos nutricionales necesarios para evitar carencias nutricionales. Gracias a este tratamiento dietético, se consigue eliminar rápidamente la grasa acumulada a nivel abdominal, ya que se suprimen los hidratos de carbono estimulando al cuerpo a utilizar directamente la grasa localizada en el abdomen para transformarla en energía.

Siempre que sea seguida de un plan dietético de mantenimiento y un control periódico que nos asegure que se ha aprendido a comer, cuando el paciente retoma la  dieta habitual no cetogénica se ha visto que consigue un control óptimo del peso a largo plazo y no lo recupera.

Así que ya sea con la dieta tradicional o la cetogénica hipocalórica, y siempre controlados, vamos a tomárnoslo en serio. Mantengamos un peso adecuado. Nos va la vida en ello.